En 2013, luego de hacerme los oídos sordos ante recomendaciones de familia y amigos, confirmé por mis propios medios lo imperativo que era perder peso. Con 23 años había llegado a 80 kilos, que incluso con mis 1.70 de estatura no podía disimular. La ropa de moda se estaba volviendo incompatible con mi cuerpo, y ni hablar de las fotos, de las que huía despavorida para que mis redondos cachetes no quedaran registrados para la posteridad.
Esas realidades encendieron en mí la llama del cambio. Un cambio que ha sido a la vez una batalla, que dos años después sigo librando. Puedo decir con satisfacción que estoy cerca de compatibilizar lo que soy con un estilo de vida saludable. ¿Qué he hecho? Abajo te cuento un poco más.
1. Me olvidé de las dietas. Como la golosa irremediable que soy, he gozado siempre de buen apetito, que se refleja rápidamente en mi peso. Mis padres, en el afán de que mi amor por la comida no me consumiera, me han llevado a hacer todas las dietas. Y hasta yo misma me las he formulado equívocamente. Lo que siempre pasé por alto es que cuando estos regímenes están recetados para periodos cortos, siempre tendemos a retomar nuestros hábitos alimenticios y, de paso, los kilos que logramos bajar. El efecto rebote es real, y más cuando de dietas extremas se trata. La clave está en concientizarnos de comer de forma sana y moderada, dando cabida eventual a esas comidas que nos encantan.
2. Me olvidé de las cifras. Está bien que nuestras sociedades necesitan guiarse por medidas, qué sería de la raza humana sin tiempo, volumen o longitud. Sin embargo, creo que unidades como el peso, a menos de que hablemos de repostería o ciencia, son incompatibles con una vida sana. Para poder adoptar sanamente este estilo de vida decidí que no iba a permitir que ningún número me determinara. Ni el peso, ni las medidas de tus caderas, ni tu porcentaje de grasa son reflejo de los talentos y cosas maravillosas que tienes para ofrecer, solo son instantáneas de un momento. Cuando decidí asimilar esta realidad no solo disminuyó mi estrés (menos dosis del engordador cortisol) sino que vi en el espejo reflejados esos resultados que tanto anhelé.
3. Adopté nuevos ingredientes en mi cocina. Como estudiante de una escuela de gastronomía he llegado a la conclusión de que el exceso de aceite o sal no hacen un plato más rico. Y que la comida sana es algo más que lechuguitas. La clave para que lo anterior se cumpla en la práctica está en diversificar nuestra despensa, pero no con ingredientes extraños traídos de la luna. Cuántas veces hemos visitado el supermercado y pasado de largo por la estantería de las especias y aromáticas, son recursos baratos para enriquecer cualquier plato. Y lo mismo sucede con las frutas y verduras. Si optáramos por más opciones de estas, no solo ahorraríamos dinero sino que ganaríamos en salud.
4. Decidí moverme. Nunca he sido diestra para las actividades físicas, tampoco me fue inculcada esta cultura al interior de mi casa. Tuve que enfrentarme cara a cara con el sobrepeso para adoptar este hábito. Y allí fue cuando entendí que no es mito que la alimentación y el ejercicio van de la mano si queremos tener una vida sana. Si te sucede como a mí, que no eres muy ducho, no salgas corriendo a comprar una membrecía de un año a un gimnasio. Explora primero qué actividad te gusta más, una que en lo posible puedas compartir con algún familiar o amigo. Esta es la única forma de hacerlo sostenible en el tiempo.
5. Empecé a tomar más agua. Los jugos, tés embotellados y gaseosas han malcriado nuestro paladar. Nos sentamos a comer y preferimos las bebidas azucaradas por encima del agua. Lo digo porque no solo lo vivencié, sino porque tengo muchas personas cercanas que no toman el preciado líquido. La clave no está en beber ocho vasos, como recomiendan los expertos, pero sí en crear el hábito. Inicia mañana, planteando el reto de ingerir al menos un vaso de agua más de lo habitual y ve ampliando la cifra. Llegará un punto en que tu cuerpo lo requerirá.
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